Buenas tardes,
Quiero agradecer la presencia en este acto de nuestro querido Decano, don Enrique Valdés Joglar y del que le precedió en el cargo, don Pedro Hontañón Hontañón; del Presidente del Tribunal Superior de Justicia de Asturias, don Ignacio Vidau Arguelles; del Fiscal Superior de Asturias, don Joaquín de la Riva Llerandi; de mi compañero de carrera, el Magistrado don Jesús María Chamorro González; del resto de autoridades presentes; de mis compañeros, especialmente de los que hoy, como yo, han recibido la medalla y el diploma que acreditan veinticinco años de ejercicio profesional; y de los familiares y amigos que nos acompañan; sin olvidar a los que no han podido asistir, especialmente a don Francisco Álvarez de la Campa, que es quien debería de estar hoy en este atril dando testimonio de sus cincuenta años de profesión, confirmando que los abogados morimos con las botas puestas, y creánme: no pretendo precipitar acontecimientos.
Es un honor y una responsabilidad para mí haber sido invitado para hablarles en representación de mis compañeros, y soy consciente de que no hay nada peor que te den una oportunidad para hacer el ridículo y que la aproveches.
Y no es ésta tarea fácil. No es lo mismo informar ante un tribunal en defensa de los intereses ajenos, que hablar con el corazón de un proyecto vital que ha consumido los mejores años de tu vida ante aquéllos con los que has lidiado dialécticamente o han juzgado tus argumentos. Espero que hoy, y sólo hoy, todos ellos sean benevolentes conmigo.
La abogacía: una noble, pero ingrata profesión. Los que sois abogados y habéis soportado en soledad y con impotencia el peso de la injusticia, entenderéis la reflexión que hacía mi querido mentor, el profesor don Manuel Iglesias Cubría, en su última Lección de Cátedra en el Paraninfo de nuestra Universidad en el mes de diciembre de 1987: “La abogacía –decía- es ímproba, ingrata y penosa. Ímproba, porque nunca ves que tus trabajos alcanzan la perfección deseada. Ingrata, porque siempre ha de ser criticada por otro abogado de tanta o mayor valía que la propia, y juzgada por quien detenta el poder de decir el Derecho, aunque no alcance a comprender el mérito de las posiciones necesariamente contradictorias de los litigantes. Penosa, porque la insatisfacción del cliente que pierde sólo halla consuelo en su fe en la Justicia del Novísimo Día y también porque a tu esfuerzo siempre le puede sobrevenir la pérdida del cliente ante la adversidad del fallo, sin que logres disipar sus sospechas acerca de tu ignorancia o, la más torpe aún, sobre la suerte de sus pretensiones. Todo hace de la función de pedir justicia, la más grave de las servidumbre humanas en nuestros tiempos”.
MIS MENTORES
Quiero pedir disculpas porque será inevitable que mis referencias sean personales, pero seguramente no serán muy diferentes a las de mis compañeros.
No puedo olvidar en este momento a las personas que me guiaron en mis primeros pasos en la profesión, las que no me hablaron de normas, sino de principios y valores y cuyo ejemplo ha presidido siempre mi vida personal y profesional como algo inescindible.
Entre ellos, muy especialmente, el profesor don Manuel Iglesias Cubría, que me acogió en su despacho de la calle Gil de Jaz de Oviedo con el afecto y generosidad de un padre, y que me enseñó, y no sé si aprendí, el arte de la dialéctica en jornadas agotadoras, redactando a su dictado en un tiempo que ya no recuperaré y que le he robado a mis seres más queridos, especialmente a quien hoy es mi esposa, que siempre ha soportado con resignación ese modo anárquico de vivir que nos exige la profesión.
También tengo que mencionar a su yerno, al profesor don Ángel Rojo Fernández-Río, prestigioso mercantilista y ovetense “de pro”, que inculcó en mí la pasión por el derecho concursal, alentándome a afrontar retos que nunca me habría planteado y al que sigo acudiendo buscando el consejo o el consuelo ante la dificultad o el desánimo. Él fue quien me quitó de la cabeza la idea de la docencia surgida de esa admiración incondicional del novicio, convenciéndome con el halago: “Jesús, tú eres como mi suegro, sois abogados”. Y le pido perdón desde aquí, don Manuel, allá donde esté, por sugerir cualquier posible equiparación.
El maestro no te instruye en la ciencia del Derecho, que para eso están la Universidad y los libros, y difícilmente puede enseñarte a discurrir, que es materia difícilmente inoculable. Su responsabilidad es darte ejemplo con su conducta y con su ética profesional, disciplinas que no están incluidas en los programas de formación universitaria. Y claro, el joven abogado se entrega inconscientemente a la imitación de quien ha conseguido con éxito aquello a lo que se aspira. Y, en esto recomiendo prudencia, porque la imitación y la impericia en las primeras intervenciones en el foro pueden jugarte una mala pasada, y de ello puedo dar fe. La improvisación, si está escrita y meditada, mucho mejor.
Si algo me transmitieron mis maestros y otros, cuya cita consumiría el tiempo de mi intervención, fue el espíritu crítico, la libertad de pensamiento, la independencia y la convicción inquebrantable en la defensa de mis planteamientos, aunque no sean compartidos, comprendidos o estimados, las mejores virtudes, en mi opinión, que pueden adornar a un abogado. Sin su empeño hoy yo no estaría aquí.
“El hombre – decía Ángel Ossorio- cualquiera que sea su oficio, debe de fiar principalmente en sí. La fuerza que en sí mismo no halle no la encontrará en parte alguna”. Creo firmemente que esta máxima de experiencia debe de guiarnos en el ejercicio de la profesión. Y no es soberbia. El abogado debe de estar revestido de esa fuerza interior y de esa convicción, debe de ser independiente intelectual y moralmente y aislarse de la crítica, de las convenciones sociales y del estado de opinión. Si no es capaz de conseguirlo será mejor que busque otro oficio por el bien de sus clientes, que, en definitiva, debería de ser el propio. “Sólo donde los abogados son independientes –decía Calamandrei-, los jueces pueden ser imparciales”.
LOS PRIMERO AÑOS
Mi primera reflexión es lo rápido que han pasado estos veinticinco años. Parece que fue ayer cuando me puse por primera vez la toga y juré ante el entonces Decano, don José Escotet Cerra, en la antigua sede colegial del Palacio de Valdecarzana, recibiendo un ejemplar de la Constitución, entonces joven y hoy superada por los acontecimientos; del Estatuto General de la Abogacía y de las Normas de Deontología, que merecerían una relectura constante; y, por supuesto, y no menos importante, de las Normas de Honorarios, entonces de aplicación debida, y hoy meramente orientadoras, como demanda la libre competencia, en la que creo firmemente.
Eran los últimos años de la pasantía clásica, una obligación asumida por los abogados con experiencia y anhelada por los recién licenciados sin más contraprestación que al afán de adquirir experiencia y conocimientos. Y yo no digo que esa relación fuera la más adecuada o la más justa, pero era un contrato querido por ambas partes sin sujeción a condiciones o plazos y no impuesto por Decreto.
En esos inicios profesionales aún no se utilizaban las nuevas tecnologías. Sólo existían recopilaciones de jurisprudencia del Tribunal Supremo que publicaba la editorial Aranzadi en varios tomos por año y cuya consulta consumía unos tiempos impensables con los ritmos de trabajo actuales. Esos hermosos libros de lomos tricolores, hoy reposan yermos en las bibliotecas de despachos con solera y en las librerías de atrezzo de algunas series de televisión.
Recuerdo aquellas primeras máquinas electrónicas que sustituían a las últimas Olivetti, en las que se redactaba de corrido y sin posibilidad de rectificación. Eso sí que era pulso e improvisación. Nada que ver con las actuales técnicas del “corta y pega” que permite la odiosa clonación de textos, procedimiento que ya es utilizado por algunos jueces en sus resoluciones, y de ello tenemos noticia reciente por los medios de comunicación.
Hoy utilizamos bases de datos, editores de texto, dispositivos inalámbricos, sistemas de videoconferencia … y empezamos a confiar nuestros archivos a algo tan etéreo como la “nube”, herramientas que nos permiten trabajar en cualquier lugar del mundo como si estuviéramos sentados en el sillón de nuestro despacho. Pero no nos engañemos: la movilidad no nos da más libertad. Nos libera de la ubicación física, sí, pero nos localiza y nos impide desconectar.
En mis primeros años de profesión los despachos eran personalistas o colectivos, es decir, varios abogados compartiendo placa y gastos sin mayor formalidad o compromiso societario. Los asuntos, en su mayor parte litigios, estaban relacionados los arrendamientos urbanos, los derechos reales, el derecho de sucesiones, el derecho matrimonial …
En los últimos tiempos se imponen los grandes despachos, que se organizan como empresas de servicios legales con áreas especializadas en todos los campos del derecho y la demanda es otra: ayer, en plena expansión económica, el asesoramiento legal, las operaciones societarias, las salidas de empresas a Bolsa, los negocios inmobiliarios, el urbanismo …; en estos momentos, azotados por la crisis: el derecho concursal, la refinanciación y restructuración de empresas, la defensa de intereses colectivos de consumidores y usuarios …
En mi opinión, la convivencia entre ambos modos de entender y ejercer la abogacía no solo es posible, sino que es necesaria, y, en todo caso, desde la perspectiva de quienes la ejercemos, no son tan diferentes, porque los abogados somos siempre lobos solitarios, posiblemente los únicos profesionales liberales que quedamos.
Los despachos deberán de adaptarse a la realidad de los tiempos. Deberán ser gestionados como empresas, implementar las nuevas tecnologías y la especialización. Sin embargo, su principal activo, nosotros, los abogados, deberemos de seguir manteniendo los valores de nuestra profesión. Los clientes te eligen por tu capacidad y competencia, no por la imagen, la marca o el tamaño del despacho en el que trabajas.
Pertenecemos a la generación del cambio. A nosotros nos inculcaron a saber y a nuestros hijos les enseñamos a acceder. Pero no olvidemos que acceder sólo es un atajo, que es necesaria una formación sólida y continuada para filtrar la información, interpretarla y aplicarla adecuadamente. Como dijo Cicerón, “no llega antes quien más corre, sino quien sabe a dónde va”.
Entonces teníamos referencias: la jurisprudencia, que nadie cuestionaba y mucho menos ignoraba, y los grandes tratados de eximios juristas: de Castro Bravo, Roca Sastre, Díez Picazo, Uría, Puig Butrau, Castán, La Cruz Berdejo …
Hoy las fuentes del conocimiento son otras. No permanecen porque están en el virtual internet, en blogs, plataformas y newsletters que inundan nuestros correos de forma inmisericorde. Y no son fiables porque se alimentan de las aportaciones interesadas de profesionales, pero también de advenedizos y legos, con la espuria finalidad de crear estados de opinión que germinan abonados por la decepción y el descreimiento en nuestro sistema político, contaminando a quienes ejercen la función jurisdiccional, cuya deriva voluntarista en materias polémicas y actuales que todos tenemos en mente, debe de llevarnos a una profunda reflexión, porque lo que está en juego es la seguridad jurídica, esencia del Estado de Derecho y de un país que quiera ser competitivo y fiable.
LOS TIEMPOS ACTUALES
Desde que me inicié en la profesión oigo hablar de la crisis de la abogacía. Quienes entonces me desaconsejaron dedicarme a esto, y estoy convencido que lo hicieron con convencimiento y honestidad, y entre ellos incluyo a mi padre, se equivocaron.
Yo no sé si nacemos para desarrollar una profesión determinada o si nos hacemos profesionales desarrollándola. Lo que sí sé es que yo no quería ser abogado, ni siquiera me gustaba el Derecho. Fue una decisión por exclusión: los números no eran lo mío, y de las carreras de letras parecía la mejor alternativa para progresar en la vida. Quiero aclarar que eso es lo que pensaba entonces.
Pues bien, hoy puedo deciros que nada me ha dado más satisfacción en la vida que el ejercicio de esta noble profesión.
Por eso, a los recién licenciados que pidan mi consejo les animaré, porque creo, a pesar de todo lo que he vivido, que si tienen vocación deben de intentarlo y que el empeño merecerá la pena. “El éxito –dijo Churchill- es ir de fracaso en fracaso sin desesperarse”.
Admito que trato de transmitir a mi hija esta pasión por la profesión con escaso éxito, al menos aparente, convencido de que con ella, y solo con ella, funcionará la paternoosmosis, pero eso es lo que tiene ser padre, que se pierde perspectiva.
EL FUTURO
Son muchos los cambios que se avecinan para nuestra profesión: la posible unión con los procuradores, el nuevo sistema de acceso a la abogacía, la ley de servicios profesionales, la reordenación de la planta judicial … Créanme que no tengo una opinión formada sobre estas cuestiones y, si la tuviera, me la reservaría porque ese no es el objeto de esta convocatoria.
Las circunstancias actuales son, sin duda, muy adversas. Pero podemos y debemos enfrentarnos a ellas. El providencialismo y la resignación no resolverán nuestros problemas. El optimismo es indispensable para desarrollarte como persona, para ejercer una profesión o para acometer un proyecto empresarial. Los cazadores de talentos no buscan expedientes académicos brillantes, masters o postgrados, buscan optimismo, capacidad de comunicación y de liderazgo.
En los próximos cincuenta años China y la India se habrán convertido en las grandes potencias económicas del mundo. Las perspectivas de crecimiento en Europa y, especialmente para España, no son nada alentadoras. En este entorno, sólo tenemos una alternativa: cambiar nuestro modelo económico, recuperar la cultura del esfuerzo y cultivar el talento. No será suficiente con lo que aprendimos en la Universidad. Lo que se valorará será nuestra perseverancia, nuestro instinto, nuestra capacidad para hacernos preguntas y para seguir aprendiendo durante toda nuestra vida profesional.
Estoy convencido que la demanda de nuestros servicios tendrá un crecimiento exponencial en los próximos años. Será otro modo de ejercer, y serán diferentes los escenarios, pero el mundo del siglo XXI necesita de los abogados para articular el sistema pacífico de resolución de conflictos que exige la convivencia y un Estado de Derecho.
CONCLUSIÓN
En estos tiempos convulsos la sociedad civil ha perdido interlocución. No se siente representada por unos partidos políticos y unos gobernantes en los que no confía, y tampoco por esos movimientos radicales y contestatarios que surgen en las redes sociales. Hoy, más que nunca, es necesario revitalizar aquellas instituciones nacidas de la propia iniciativa de los ciudadanos para involucrarlos en la toma de las decisiones que afectan a sus derechos e intereses.
Los abogados somos extraordinariamente individualistas, pero eso no justifica que nos callemos. Conocemos las leyes y atesoramos una experiencia extraordinaria en defensa de los intereses de nuestros conciudadanos. Sin embargo, nos callamos. Estamos ausentes en el debate de los grandes asuntos sociales. Los abogados debemos y tenemos la obligación de opinar y contribuir a mejorar nuestro ordenamiento jurídico y, en definitiva, la calidad de vida los que nos rodean.
Y porque creo en ello, pido la venia y protesto:
- Protesto por un ordenamiento jurídico que permite la politización de la justicia y cercena su necesaria independencia.
- Protesto por una política económica cicatera en la dotación de recursos a la administración de justicia.
- Protesto por una política legislativa que restringe el derecho fundamental de todos los ciudadanos a la tutela judicial efectiva, estableciendo tasas por su ejercicio o limitando el acceso a los recursos con criterios estrictamente económicos.
- Protesto por una justicia cada día más lenta, propiciada por esa política de ahorros discriminatorios que no tiene en cuenta el notable incremento de la litigiosidad.
- Y protesto, en definitiva, por la deriva voluntarista de nuestros órganos judiciales.
La justicia debe de ser inmune a las presiones y a las pasiones, que, como decía Balmes, “son las peores consejeras”, especialmente para quien ejerce la función jurisdiccional.
Quiero concluir mi intervención con una cita de un escritor francés, que seguramente conoceréis, y que, a pesar de su evidente intención crítica, creo que resume la esencia de lo que hacemos y nos debería de enorgullecer hacer: «No hay mejor forma de ejercitar la imaginación que estudiar la ley. Ningún poeta ha interpretado la naturaleza tan libremente como los abogados interpretan la verdad«.
DESPEDIDA
Espero que los mismos compañeros que hoy cumplimos veinticinco años de ejercicio nos volvamos a reunir en esta misma Sala dentro de otros veinticinco acompañados el resto de asistentes y con el mismo o, mayor optimismo, si cabe.
Muchas gracias por vuestra atención.